Mitos o verdades sobre las canciones populares

Brujula

Federico Jorge Schneider
ya no hace más chorizos,
porque dice que la cancha
se le puso en compromiso.

Ay, ay, ay…la chancha se va pal máiz.
Ay, ay, ay…la chancha se va pal máiz.

Cuenta la leyenda esteparia, que Federico Jorge Schneider fue un criador de cerdos radicado en Stroeder, pueblo de inmigrantes suizos-alemanes ganaderos y agricultores, situado a 80 Km. de Carmen de Patagones, partido del mismo nombre, provincia de Buenos Aires. Lo que distinguía a Federico de los demás productores de la zona, era su comunidad con los chanchos que criaba, quienes vagaban libremente por el patio y las dependencias de la casa. Sin tener que rendir cuentas a nadie, luego de cada jornada “El Fede” se instalaba en el Bar del Club Social y Deportivo San Lorenzo, tomando sus varias jarras de espumosa cerveza con granos de pimienta, intercalados con una medida de ginebra. Allí permanecía hasta la medianoche, en medio de las libaciones y su afición al canto “a capella” de valses y polcas que le recordaban la tierra de sus antepasados. Canturreando y a los tropezones, emprendía luego el camino de regreso a casa, donde generalmente terminaba la noche durmiendo abrazado a los chanchos. Tanta era la comunidad entre ellos, que estos no trasponían los límites de su chacra, pese a la ausencia de cercos y alambradas. Tenía especial trato con una chancha madrina, que a veces se quedaba esperándolo horas y horas en la puerta del bar del Club. Federico ahogaba sus disgustos en alcohol de cebada, cada vez que debía faenar algún chancho o vender sus lechones para sostener económicamente su pequeña chacra. A ello se agregaban sentimientos encontrados, mezcla de bronca y despecho, por los repentinos amoríos de su chancha madrina con un vulgar congénere semisalvaje, que acechaba sus noches de celo en un tupido maizal del vecino. Entre la deglución del maíz propio o ajeno y sus amores furtivos, los amantes cerdos iban degenerando la especie con lechones más barcinos que el escribiente postulado a Comisario (según las víperas lenguas pueblerinas). Tanta actividad procreativa clandestina, había encendido el insaciable apetito de la chancha y su ocasional galán porcino, que se comían hasta los pollos guachos que encontraban en el camino, para angustia del Fede que ya no sabía que echarle a la olla del guiso carrero. Hasta aquí, las varias versiones sobre vida y costumbres de Federico Jorge Schneider no difieren sustancialmente. Se bifurcan cuando la cita remite a la creación de la polca “La Chancha se vá pal máiz”. Unos dicen que un vecino de Federico escribió la letra antes de irse del terrenal planeta, y que un asiduo al Club San Lorenzo le puso música. Otros sostienen que fue un notable acordeonista rosarino de apellido Loizaga, piloto de un avión de cuatro plazas que aterrizó de emergencia en un camino vecinal, quién a la espera de la reparación de la aeronave, durante su estadía en el pueblo escribió la letra y compuso la música original de la famosa polca, adecuándola a los comentarios que escuchaba en el club sobre las atípicas costumbres de Schneider. Luego, sucesivos intérpretes de la música popular la harían trascender más allá de las fronteras originarias, llevándola al registro discográfico con particular impronta musical, alargando o acotando la letra según la ocasión fuera (Gasparín, Orlando Ayunes, Los Primos, Los Gringos del Volga, Grupo Astral, Pastor Luna, etc.). Sea como fuere: leyenda, verdad o mito, lo cierto es que este ritmo popular es genuina expresión del sacrificado pueblo inmigrante, que dejó jirones de su historia para adaptarse a un territorio e idioma extraño. Que le puso música a la vulgaridad de las cosas de la vida, en su diario solaz tras la agotadora labor de la jornada. Sencillas coplas que narran ese contacto directo del hombre con la naturaleza. Polca popular que se canta y baila en varios pueblos de Entre Ríos, sin importar los dimes y diretes del crítico elitista cuya mirada no se extiende más allá de su propio ego.

 

Por Horacio Blanc para BRUJULA

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